30.9.08

Diógenes contra Pepe el malagueño

Trajinando entre mis cosas, me encuentro, Dios sabe cómo, con una madeja de papeles que almaceno desde hace años. Como otras veces, los releo, los clasifico y termino ocultando su existencia entre la blancura de un libro. Mientras me aplico en la tarea, caigo en la cuenta de que dentro de mí habita un Diógenes: siempre atesorando objetos inútiles, esos cristales rotos del tiempo, ¿qué si no? Pero esta vez sobresale de entre la inmensidad de la Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre (¡cruel ironía!) una vieja servilleta de papel, descolorida ya por la penumbra del tiempo. Una servilleta de la heladería de Pepe el malagueño. Sin duda, el tiempo, esa extraña máquina de la vida, gira en sentido inverso y me retrotrae impúdicamente a noches de tertulia, a palabras volcadas contra la negritud del mar, a Barbate y a un puñado de veranos vividos… Como sin quererlo, la servilleta me evoca la historia de aquel heladero: un joven que se va de casa con solo una maleta en la mano y la marea del destino lo abandona en Barbate, junto al mar. Con los años, pulido por la tenacidad de las horas y el viento, se ha convertido en un reconocido heladero que disfruta la vida con la sorna de quien ha viajado a lomos del sufrimiento y el esfuerzo.

Con seguridad, Pepe el malagueño es el mejor bálsamo contra el mal de Diógenes. Cada helado vendido, cada hijo o cada hora vivida se amontonan en aquella maleta olvidada, en las arrugas de sus manos, en los helados que se derritieron o en aquellas palabras que buscaban el mar. Tal vez sea ésta la mejor curación: la vida se vive, pero no se retiene y menos en las páginas de un libro. El remedio es bien cierto, pero esta servilleta la seguiré guardando a la Sombra del Paraíso.

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