Inaudibles, las estrellas contienen el latido de arterias hondas.
Mudas, las estrellas retienen el ronco estruendo de los océanos.
Silentes, las estrellas atesoran las miradas vivas (o muertas) de la humanidad.
Indolentes, las estrellas velan su propia muerte.
Abotonadas sobre la cóncava oscuridad, las estrellas, como espejos lentos, mascan el chicle de la indiferencia, fingida e impostada, de quienes las vieron, de quienes habrán de contemplarlas en las largas noche de verano.