Un niño viaja a la ciudad. Tiene diez años y se siente expectante ante su nuevo destino. La luz extraña de un día nublado le sugiere que ha salido de un sueño de calles blancas y ha iniciado otro. Mientras mira, su pueblo se diluye en los ojos y se transfigura en sensaciones placenteras, en apariencias sugerentes y excitantes.
El futuro que le ha de venir —piensa— tendrá forma de cristalera, de superficies rectilíneas, de personas que circulan con velocidad de autómata. ¡Es tanto lo que se puede hacer!
Como un búmeran, el túnel del tiempo lo devuelve al mismo sitio. Ahora, el futuro ha pasado o, al menos, eso le confiesa la luz de la tarde.
El mismo lugar y los mismos ojos, frente a frente: el niño contra el hombre y la ilusión mordida del presente.