A mi madre, presa en una cárcel de huesos cansados.
Pupilas que por costumbre se contraen ante la misma
claridad enrejada. Es invierno y simplemente llueve. En aquella ventana, las
horas son cíclopes incesantes, peleles que gesticulan una y otra vez en una
televisión que apagará con la transparencia azulada de sus manos.
Ella recuerda a su familia, a sus nietos, a él,
siempre él. Sentada, sola, en una mesa redonda, igual a la de su abuela,
aquella que le contaba historias tan fugaces como el humo del brasero.
Entonces, le sujetaba las manos —ahora lo entiende— para avivar las últimas
pavesas de su vida:
—Dame tus manos, caliéntame el alma con tus ojos de
estrella, que se me vaya el frío de los planetas, el hielo del tiempo huido. Acércate, deja que sienta tu piel de cometa, la estela
de tu pelo rubio, el brillo de los mares en tu voz de niña antes de que el
invierno se esconda en su páramo de sombra y olvido. Pero no te vayas, vuelve a
darme tus manos blancas, suaves como el mármol que huyo, como la sábana que me
cubrirá, como el aceite de los recuerdos.
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Fotografía Alonso CM. |
Sobrecogedor. Este relato es un diamante engarzado en la canastilla de la foto. Enhorabuena.
ResponderEliminarFernando, con estos comentarios, la vanidad se me pone por las nubes. Pero, si te digo la verdad, viene bien.
ResponderEliminarMuchas gracias