Detalle de María Cleofás en el "Descendimiento de la cruz" |
Fue en la primavera de
1436 cuando Rogier van der Weyden recibió el encargo de representar el difuso
rostro de la muerte.
A ciegas, sin pensar
cómo, se afanó en trizar los colores de la lluvia, en diluir sus pinceles en el
amargor de la hierba. Pero él creyó que todo sería en balde. Nadie se atrevería
a mirarla de frente; nadie callaría la voz del silencio; nadie, el vértigo de
la sangre.
Desde entonces, la muerte, sabiéndose atrapada en la
nitidez de una imagen, mudó la oscuridad de su semblante, su danzar mudable y
voluptuoso, por la lenta gravedad de las lágrimas, por el légamo pegajoso de
los días.
Quien, sin esperarlo, como en una tarde de invierno,
se enfrente al “Descendimiento de la cruz”
sabrá, sin que nadie lo prevenga, que la muerte vive en sus oros azulados, en
la geometría famélica de sus tablas, en la mirada esquiva de los hombres.
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